miércoles, 19 de diciembre de 2007

Vivir en libertad, pero a la sombra

Cientos de objetos la rodean. De esos que solo se los ven encerrados entre cuatro paredes, aunque más no sean, húmedas y mohosas. En la calle, se ven otras cosas: carteles, autos, semáforos y luces, que también están aquí.
Sin embargo, esta calle tiene un techo pero no es eso lo más raro: estos objetos viven en la calle, junto Rosa. Así, una mesa de fórmica cubierta por un mantel de hule protege con sus cuatro patas un cajón de madera, refugio de Ulises -otro de cuatro patas pero que además ladra y se rasca en forma insistente- contiguo a los colchones que sostienen los sueños de nuestra protagonista y sus dos compañeras.
Este universo continúa bajo la perpetua sombra que la autopista 25 de mayo ofrece a esos 30 metros de pavimento de la calle Virrey Liniers. Una construcción que hoy resguarda de la lluvia a los representantes de una realidad desigual. Casualmente esa realidad y la propia carretera tengan los mismos arquitectos.
Rosa esta intranquila. El blanco de sus canas compite en brillo con sus alpargatas; su pulcritud resalta su orgullo pero ella igual aclara que Ulises esta “bien limpito” a pesar de las acrobáticas intervenciones de sus pesuñas. Sus cejas cargan años de impotencia pero además muestran la curvatura de la preocupación. Y no tanto por ella, sino por la hija de su compañera –también habitante de este ladrillo de injusticia- que busca recibirse de traductora de inglés a pesar de su realidad y al parecer va a lograrlo: el sueño crece bajo la autopista. Los utopistas ni siquiera lo imaginaron.
El día siempre parece nublado bajo estas estructuras y la historia de Rosa no hace más que confirmarlo. Su vida en este lugar es oscuro las 24 horas de cada jornada. Su Chile natal era más despejado aunque ella no lo percibió. La natural ambición humana le hizo creer que el horizonte era mejor y se embarcó a esta gran pared de injusticia, donde el destino le tendría preparado su lugar.
Los conventillos municipales que habitó antes de asentarse en la calle eran más cálidos en invierno, pero los que, en ese caso, no lo percibieron fueron los propios funcionarios que la desalojaron una y otra vez, para volver a resguardarla tantas otras veces, exponiéndola cada vez más al peligro de su propia corrupción. “Me daban de a 300 pesos para que me busque algo, pero al mes siguiente no me daban más plata y me volvían a echar”.
En su universo, una heladera hace de armario; un tacho de basura es el espacio de sábanas y frazadas; dos sillas de plástico ofician de living, por el que pasaron miles de promesas incumplidas, compañías ocasionales y algún que otro periodista. En definitiva cumplo las tres funciones: no puedo garantizarle que su futuro será mejor (como le promteí), dialogo sobre cosas que no sirven para mi entrevista y, cada tanto, cumplo con mi trabajo.
Sus pómulos y su boca ya adquirieron toda la rudeza que caracteriza a los habitantes del asfalto. Gracias a esa furia contenida por represiones policiales, insultos sobre ruedas y “chorritos de Constitución”, pibes de 14 o 15 años que viven al mismo tiempo la edad de las travesuras junto a la de las necesidades y las combinan como pueden. “Las madres los mandan a robar y vienen para este lado porque después se divierten tirándole cosas a los coches que pasan por arriba”.
Podrían ser sus nietos pero Rosa ya los tiene. Dos hijos supieron darle tres nietos que ya son grandes, aunque no estudian tanto como su “nieta postiza” –así llama a Natalia, la hija de su compañera- pero que ya aprendieron la lección de no preguntar por su abuela y mucho menos intentar visitarla.
La pared de ladrillos, que también hace de pilote de la autopista, vibra con cada respuesta. Los coches hacen mella en la realidad que relata Rosa; como culpables de un destino que fue quedándose sin colores a lo largo de su camino. Cuando la despedí, su vida era gris, su pelo y sus alpargatas, blancas y su asfalto, negro. Volví luego de unos meses, pero Rosa ya no estaba, tampoco sus cosas. La pared de ladrillos continuaba en su lugar y a pesar de que no parecía haber sufrido modificaciones, en mi interior supe que le faltaba un ladrillo. El más fuerte de todos.

R.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy interesante artículo, lástima que sucedan cosas asi.