viernes, 14 de marzo de 2008

De taxis #2: Tenso viaje

La cumbia que salía de su estereo se confundía con la voz metálica del handy que bromeaba con otros chóferes en lugar de ‘pasar’ viajes.
Con el mío no hablaban. Comencé a prestar atención a lo que decía esa voz que nunca iba a conocer. Hace poco pensé que una buena estrategia para robar en un taxi sería grabar un casete con una voz que ofrezca viajes para engañar a los pasajeros. Sin embargo, éste hacía bromas. Desafiaba con adivinanzas, chistes escénicos (del estilo ‘primer acto…’), una tanda de humor picarezco y el volumen fue reducido por mi conductor cuando entrábamos en la tanda del humor negro. Una pena.
Mi viaje era una “L” perfecta: de Garay y Azopardo, en lo que alguna vez las inmobiliarias podrán llamar ‘Puerto Madero II’, hasta Salguero y Lavalle, en el cada vez menos arrabalero Almagro, bajando por Columbres. Imposible equivocarse, imposible desviarse, imposible dormirse. Sólo mi estúpida pretensión de bajarme en la puerta de mi casa rompía esa armonía semiótica.
Mi chofer representaba la única garantía de seguridad y con sólo ver por mi ventanilla sentía la necesidad de que su presencia en ese oscuro vehículo me haga sentir seguro. El notaría eso.
La radio anunciaba que la Agrupación Marilyn sería la generadora de las cadencias que miles de oídos poco exigentes de algún galpón del Oeste del Conurbano devenido en bailanta elegirían para ahogarse en baldes de cerveza ese próximo sábado. Nosotros circulábamos a la altura de la calle Defensa y cada esquina era una trinchera elegida por 3 o 4 pibes que, como soldados, aguardan pacientes noche a noche ese bocado de despecho que los acerquen al pan o al par de zapatillas; o bien, la muerte instantánea por la certeza de un cana borracho y aburrido.
El ocasional dueño de mi destino no cumplía los requisitos para llamarlo ‘tachero’. Hablaba poco –lo cual me intimidaba aún más-, era joven y usaba musculosa. Es insólito lo que sucede cuando un chofer de taxi no nos ofrece esa imagen estereotipada que estamos acostumbrados a tratar. Incluso muchos de ellos no deben darse cuenta que su habitual discurso de intolerancia, misoginia, y discriminación no asusta a nadie. Sería mucho más efectivo que cerraran la boca, como hasta ahora lo hacía mi chofer.
Un falso imitador del Bahiano (inesperada influencia para que alguien inicie una carrera musical) gritaba como un oligofrénico en la radio letras que recurrían fácilmente al amor, la cerveza, los ‘chetos’ y la violencia. Todo juntito en la misma estrofa. Nosotros atravesábamos Constitución.
En ese lugar sucede algo parecido al histrionismo de los tacheros. La imagen nocturna de la Plaza Constitución es aterradora cuando su fauna está presente pero lo es mucho más en la oscura desolación que imponen sus inertes árboles. Ahí, todo es muerte. Muerto para siempre el césped, muertos sus comercios, muertos sus carteles y toda relación social que no sea la de un individuo pretendiendo algo de otro individuo. En el mayor de los casos, dinero. Para lograrlo puede mediar una simple amenaza, un arma, dinero o alguna droga, cosas que también se consiguen aquí.
La cumbia, la plaza y mi chofer me insinuaban con un grito mudo que yo no tenía nada que hacer allí, que ese no era mi hábitat y hasta me obligaban sin hacerlo a someterme en forma voluntaria a lo que quisieran hacerme. Los billetes que llevaba en mi billetera se transformaron en papel que no me servirían siquiera para detener una posible hemorragia. Mi ropa se desgarraría sola y la virginidad de mi trasero se volvió inoportuna ante tanto abuso inminente. Dejé de escribir en la penumbra de la cabina de metal y pensé en el poder. Pensé en la irreverencia filosófica que significa afirmar que el poder no se posee sino que se ejerce. La persona que cubría con sus manos el volante podría imponer un incompatible absolutismo sobre mi humanidad y, para ello, sólo le bastaría un reducido reino comprendido por su auto, su cumbia y un tanque lleno.
Pero no es fácil ponerse ese traje. Llegando a la Avenida Entre Ríos, cambió el dial de su estéreo. Las modulaciones exageradas y las líricas marginales habían cansado a mi rey, quien ahora se había convertido al romanticismo. Los boleros me dieron seguridad. Por lo menos ahora había alguna chance de que perdiera esa valiosa virginidad en un contexto un tanto más cariñoso.... Aunque sólo perdí 7 pesos y algunas monedas.


R.

martes, 4 de marzo de 2008

De taxis # 1: El llanero sigue solitario

Existen muchos jinetes en la noche porteña. Los hay de todos los colores y hay quien dice que cabalgando es la única forma en la que se puede recorrer la ciudad cuando las sombras se apoderan de sus rincones.
Pero hay uno en particular que es dueño de uno de los mejores caballos para tal efecto. Uno de esos corceles negros, con lomo amarillo que salta presuroso ante cada corte de los semáforos y que relincha furioso en cada avenida. Este jinete tiene, además, una habilidad discursiva que de nada le sirve cuando tiene los pies en la tierra; su montura y su galantería son los complementos que le garantizan una felicidad medida a pesar de poseer una vida que la mayoría desprecia.
Ser tachero en Buenos Aires es complicado pero como Jorge afirma, “de noche es más tranquilo”. Por eso no lo cambia por nada; por eso lo hace cada día más interesante.
No precisa muchas cuadras para aclarar que es poeta y enseguida comienza a “regalar” estrofas de su autoría que hacen referencia a lugares comunes, a musas infieles, pero imponiendo su estilo de palabras antiguas e inutilizadas que diseñan un relato entre romántico y arrabalero, ideal para el contexto.
Jorge es otro alumno de Buenos Aires, como lo fueron Espósito, Homero y Discépolo. Cursó con ellos esa escuela que remite una y otra vez al puerto, los bares, las mujeres y el alcohol y que invita a cada parroquiano a descubrirla en forma reiterada para no abandonarla jamás.
El primer poema que relata lo hace con sus ojos fijamente apoyados en el espejo retrovisor, reclamando atención y apoyado en una onda verde que lo conoce de noches anteriores y que sonríe con su potente luz al notar que otro oído cayó preso de ese auditorio movible. Habla de la noche porteña y lo hace en tono fraternal, cómplice, sensual. Le exige que a la ciudad que “lo abrace en su seno” y se erotiza cuando lo hace.
Las calles mientras tanto le corresponden: por las ventanas se ven cartoneros, basura impaciente y personajes extravagantes que parecen tener motivos de vida o muerte para estar a esa hora allí. Transitamos el barrio de Once, cabalgamos por Lavalle con la velocidad que impulsan las bajadas. Mientras, descendemos por los secretos de este juglar que con cada ficha que cae muestra sus propias fichas.
El segundo habla de la primavera y la calle ya no nos lleva en bajada; Jorge se emociona, se alegra de golpe y su rostro lo dice todo. Ya no necesita de la complicidad de los semáforos, ya clava la vista en el asfalto, aunque no visualiza todo lo que puede porque sus ojos están entrecerrados gracias a la mueca que su sonrisa le dibuja en ese rostro de piel áspera y mentón con forma de embudo.
“Lo escribí en el fondo de un bar mientras me tomaba un café”, aclara; tal vez para demostrar que -a diferencia de sus colegas- a él solo lo asalta la inspiración. Jorge sería incapaz de denunciar que Buenos Aires es insegura. Para él, todo es bello, lírico y así lo expresa en sus poemas. Se deja asaltar por la ocurrencia estética y, ante ese llamado, se baja un rato de su corcel para responderlo.
Casi llegando a destino, me reconoce que su “tranquilidad” es forzada. Trabajar de noche, además, es sencillo para quien está solo ya que no es necesario brindarle explicaciones a nadie; le pregunto si también es difícil vivir solo pero ya llegamos “a mitad de cuadra, por mano izquierda” y sólo hay tiempo para detener el corcel, despedirnos y buscar otro oído que quizás también esté solo.



R.