Pero hay uno en particular que es dueño de uno de los mejores caballos para tal efecto. Uno de esos corceles negros, con lomo amarillo que salta presuroso ante cada corte de los semáforos y que relincha furioso en cada avenida. Este jinete tiene, además, una habilidad discursiva que de nada le sirve cuando tiene los pies en la tierra; su montura y su galantería son los complementos que le garantizan una felicidad medida a pesar de poseer una vida que la mayoría desprecia.
Ser tachero en Buenos Aires es complicado pero como Jorge afirma, “de noche es más tranquilo”. Por eso no lo cambia por nada; por eso lo hace cada día más interesante.
No precisa muchas cuadras para aclarar que es poeta y enseguida comienza a “regalar” estrofas de su autoría que hacen referencia a lugares comunes, a musas infieles, pero imponiendo su estilo de palabras antiguas e inutilizadas que diseñan un relato entre romántico y arrabalero, ideal para el contexto.
Jorge es otro alumno de Buenos Aires, como lo fueron Espósito, Homero y Discépolo. Cursó con ellos esa escuela que remite una y otra vez al puerto, los bares, las mujeres y el alcohol y que invita a cada parroquiano a descubrirla en forma reiterada para no abandonarla jamás.
El primer poema que relata lo hace con sus ojos fijamente apoyados en el espejo retrovisor, reclamando atención y apoyado en una onda verde que lo conoce de noches anteriores y que sonríe con su potente luz al notar que otro oído cayó preso de ese auditorio movible. Habla de la noche porteña y lo hace en tono fraternal, cómplice, sensual. Le exige que a la ciudad que “lo abrace en su seno” y se erotiza cuando lo hace.
Las calles mientras tanto le corresponden: por las ventanas se ven cartoneros, basura impaciente y personajes extravagantes que parecen tener motivos de vida o muerte para estar a esa hora allí. Transitamos el barrio de Once, cabalgamos por Lavalle con la velocidad que impulsan las bajadas. Mientras, descendemos por los secretos de este juglar que con cada ficha que cae muestra sus propias fichas.
El segundo habla de la primavera y la calle ya no nos lleva en bajada; Jorge se emociona, se alegra de golpe y su rostro lo dice todo. Ya no necesita de la complicidad de los semáforos, ya clava la vista en el asfalto, aunque no visualiza todo lo que puede porque sus ojos están entrecerrados gracias a la mueca que su sonrisa le dibuja en ese rostro de piel áspera y mentón con forma de embudo.
“Lo escribí en el fondo de un bar mientras me tomaba un café”, aclara; tal vez para demostrar que -a diferencia de sus colegas- a él solo lo asalta la inspiración. Jorge sería incapaz de denunciar que Buenos Aires es insegura. Para él, todo es bello, lírico y así lo expresa en sus poemas. Se deja asaltar por la ocurrencia estética y, ante ese llamado, se baja un rato de su corcel para responderlo.
Casi llegando a destino, me reconoce que su “tranquilidad” es forzada. Trabajar de noche, además, es sencillo para quien está solo ya que no es necesario brindarle explicaciones a nadie; le pregunto si también es difícil vivir solo pero ya llegamos “a mitad de cuadra, por mano izquierda” y sólo hay tiempo para detener el corcel, despedirnos y buscar otro oído que quizás también esté solo.
R.
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