martes, 27 de noviembre de 2007

Mardel en invierno...

A los negocios abandonados, las playas desiertas, las carpas desarmadas y las casas tapiadas hay que agregar otros condimentos que dibujan el panorama marplatense cuando la ciudad espera ser feliz.
Gitanas, pescadores impermeables, jubilados infantes y jóvenes intrépidas también hacen a una Mar del Plata enredada en historias policiales, prostitución en serie y jaurías abandonadas.
El casino y el fuerte viento es lo único perpetuo, incansable. Motor inmóvil de un lugar en constante devenir.
La ropa trucha, los alfajores, la comida chatarra y las espeluznantes artesanías hechas con caracoles compiten con las industrias que quedaron como resabio de esa otra época para sacarle el mango al turista raro, la pareja tramposa y los empleados municipales o judiciales, expresión feudal que deambula por ese centro que en invierno es suburbio pero que sabe mostrar las huellas de enero en cada cartel publicitario.
Una ignota feria se convierte en suceso y allí se mezclan intelectuales locales y bohemios visitantes junto con esa pareja tramposa que ya alcanzó, luego de varios rounds de sexo, el hastío propio de los binomios que ya saben “festejar” sus bodas con la nomenclatura de algún material ferroso.
Los artistas locales no se preocupan por el borderó (no lo tienen) pero hacen rechinar las pocas tablas que funcionan en esta época. Su cachet aspira a poco más que la superficie de una gorra y, paradójicamente, sus guiones buscan risas en un contexto que de tan gris, arranca lágrimas.
Las noticias de Buenos Aires se atropellan entre ellas y los arcos supersiliares de los marplatenses se inclinan concentrados ante cada primicia. En ellos se ven dos sensaciones: admiración y rechazo; también se atropellan.
La juventud poco dice, poco hace, poco aporta. Su vida también pasa por pantallas que ofrecen realidades lejanas. Por lo menos a más de 300 kilómetros; en ese viaje que en su sentido contrario es tan fácil hacer, allí están depositados, quizás, sus pretensiones inmediatas… si las tienen. Los boliches no son para ellos, los bares y pubs tampoco. Para ellos, Cromagnón fue una noticia. Las esquirlas las soportaron toda la vida: reclusión y pocas opciones a la hora de divertirse. Fueron más duros los ´90 con la Ley Duhalde. Eso los hace más experimentados… en lo patético.
El sexo parece llamar en cada puerta como única solución momentánea ante tanto hastío. Es como una droga barata, esa que aquí es tan difícil conseguir gracias ala presencia policial que conforma el rubro más populoso de la ciudad. Una fuerza que todavía añora ese fin de semana en que sólo un turista raro fue importante y suficiente para la militarización de toda la región.

Fueron esos 3 días (horas más, horas menos) en los que la policía cumplió su sueño de “copar” Mar del Plata en plena democracia y dispusiera sobre horarios, usos y costumbres. Un anhelo que todo visitante busca: “copar” Mar del Plata, una ciudad que no tiene dueño.
R.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Lo más parecido a la Tanguedia

Hace ya algunos meses que el Instituto Nacional de Cine y Artes de la Argentina cuenta con una nueva sala de proyección de filmes y cortos en la Casa del Tango, reducto fundado por el maestro Osvaldo Pugliese en los ´90 y que abre sus puertas, con este gesto, a nuevas propuestas artísticas.
Fue muy sencillo averiguar esto ya que sólo nos alcanzó con distinguir que las sillas, que en ese momento oficiaban de butacas, estaban mal distribuidas en sus respectivas hileras dado que cada una estaba perfectamente detrás de la otra imposibilitando la directa visión del escenario, en un error que demuestra la inexperiencia de los organizadores en este tipo de eventos en los que, además de escuchar, se va a mirar.
Esquivando cabezas, entonces, intentamos disfrutar del bandoneón de Julio Pane y las proyecciones que un equipo comandado por el cineasta Rafael Filipelli plasmaban en la pared del fondo del edificio ubicado en la calle Guardia Vieja, la misma calle, aunque algunas cuadras más cerca de renovado Villa Crespo –ahora bautizado Palermo Queens-, que transitaran Carlos Gardel cuando salía del bodegón de Humahuaca, Astor Piazzolla bajando la comida deglutida en La Cantina de Pierino o el mismo Pugliese volviendo de este mismo escenario a su departamento de Corrientes y Mario Bravo.
La conjunción de manifestaciones artísticas lograron una verdadera mixtura generacional entre el público: coquetas señoras vestidas con esas prendas que según la edad de su portadora se denominan blusas o camisas se mezclaban con esos jóvenes vestidos con un estilo intrageneracional que junta los trazos y motivos rectos de los ´80 con esos raros peinados nuevos.
A pesar de esto, las miradas cómplices hicieron los primarios intentos para romper el hielo entre ese grupo de gente que, desde el inicio, había concurrido por factores diversos. Aunque esas tentativas no prosperaron.
Los sitios chicos tienen la ventaja de ser acogedores aunque calurosos pero, si bien este es un ambiente reducido, no lo es lo suficiente como para sofocarse o transpirar por lo que la temperatura acompañaba de la mejor manera.
Las proyecciones logradas por la cámara de Filipelli remitían a numerosos rincones de Buenos Aires y, así, se sucedieron aviones, colectivos, semáforos, bares y carteles publicitarios que cumplían con el postulado de ubicar la obra en un contexto temporal. Para lograr eso fueron fundamentales las imágenes que mostraban la reciente campaña callejera de prevención del sida lanzada por el ministerio de Salud. Aunque el concierto corrió el riesgo de la distracción habida cuenta de que Pane hace una música muy lejana al “Triki triki, bang bang”.
La interpretación del fueye fue mayúscula gracias a que esa madera y ese cuero acompañaron cada gesto de Pane y lo hicieron de forma ciclotímica. Los soplidos sonaban a estados de ánimo, cambiantes y opuestos. Se abría cuando sonreía, se cerraba cuando se angustiaba, igualito a Buenos Aires, igualito a los porteños.
Salí directo a mi casa cuando terminó la función y a pesar de lo que a veces ocurre en el cine, nadie se acercó para comentarme la obra (sólo se arrimó uno de mi generación que me confundió con un amigo); aunque eso era poco probable que sucediera ya que ese grupo heterogéneo debía volver a la diversidad de submundos que esa noche, y durante poco menos de una hora, representaron en un ambiente que limando algunos detalles es apto para este tipo de manifestaciones artísticas.
Por esa indiferencia generalizada sólo estuve acompañado en mi camino por la luna que justo estaba bien llena y que hubiese alumbrado mi humanidad de no ser por esa hilera de focos que, en mi barrio, se empeña por lustrar el asfalto con su luz mortecina.



R.

lunes, 19 de noviembre de 2007

El placer de que te empaten en el último minuto

Poco menos de 30 años, una hermana mayor y la eterna búsqueda de explicaciones en lugares y cosas no establecidas hicieron de mí un adicto a la música y, si bien nunca fui demasiado discriminador con los estilos, la cultura contemporánea hizo con esa adicción prima lo mismo que con las sucesivas… las maquilló.
Mi generación creció con varios dogmas, emergentes de un período anterior aún más determinista. Esos lineamientos estuvieron representados en rivalidades tan inentendibles como retrógradas y nuestra participación sólo alcanzaba los límites de la elección entre uno y otro bando.
Bilardo o Menotti, radicales o peronistas, Piazzolla o el tango tradicional, etcétera o etcétera, fueron sólo peleas preliminares a la espera de lo que para muchos de nosotros (incluso hasta hoy en día) significó la pelea de fondo: Soda vs. Redondos. A 12 rounds y con el título de mejor banda del país en juego.
Yo elegí a Patricio Rey y lo sigo haciendo aún hoy a pesar de que ni siquiera sus propios intérpretes lo hagan. Por tal, el momento en el que me bamboleé por primera vez hacia uno y otro lado con los brazos a la altura de los codos en un estadio mientras sonaba Ji ji ji fue un bautismo cultural… uno más, como los que ocurrían en cada “misa ricotera”.
Pero esa ceremonia incluía otros ritos. La liturgia incluía célebres cánticos contra Gustavo Cerati en particular y Soda Stereo en general que yo, obediente, rezaba.
Sin embargo, otras influencias (y otras adicciones también) penetraron en mi vida; comprendí -algo tarde, es cierto- que la vida de Luca Prodan no dependía de que muriera Cerati y luego acepté que el primero ya no iba a resucitar por más que siga rezando.
Algo parecido les debe haber sucedido al Indio Solari, Skay Beilinson y compañía, ¿No les parece?

Sin embargo, el partido que se jugaba en mi sensibilidad, de continuar, seguía 1 a 0 para los oriundos de La Plata y había pocas chances de que los nacidos en los costosos rincones de la Universidad del Salvador empaten antes de finalizado el match o, en otras palabras, antes de que todo esto dejara de importarme habida cuenta del ‘gracias totales’.
Pero si Gareca podía llevarnos a un mundial (el del ’86) con el último suspiro de aquella épica batalla contra Perú, porque los Soda no podían lograrlo. Por eso “los ví volver”.
Y el empate llegó promediando el concierto brindado el 3 de noviembre cuando sonó “De música ligera” y mi humanidad pudo convertirse, ya sobre el final, en otro privilegiado que pudo presenciar en vivo y en directo el himno y la marcha (sin definir cual es cual) del rock argento de los últimos 30 años aunque de aquel amor nada nos libre y poco nos quede.

R