La cumbia que salía de su estereo se confundía con la voz metálica del handy que bromeaba con otros chóferes en lugar de ‘pasar’ viajes.
Con el mío no hablaban. Comencé a prestar atención a lo que decía esa voz que nunca iba a conocer. Hace poco pensé que una buena estrategia para robar en un taxi sería grabar un casete con una voz que ofrezca viajes para engañar a los pasajeros. Sin embargo, éste hacía bromas. Desafiaba con adivinanzas, chistes escénicos (del estilo ‘primer acto…’), una tanda de humor picarezco y el volumen fue reducido por mi conductor cuando entrábamos en la tanda del humor negro. Una pena.
Mi viaje era una “L” perfecta: de Garay y Azopardo, en lo que alguna vez las inmobiliarias podrán llamar ‘Puerto Madero II’, hasta Salguero y Lavalle, en el cada vez menos arrabalero Almagro, bajando por Columbres. Imposible equivocarse, imposible desviarse, imposible dormirse. Sólo mi estúpida pretensión de bajarme en la puerta de mi casa rompía esa armonía semiótica.
Mi chofer representaba la única garantía de seguridad y con sólo ver por mi ventanilla sentía la necesidad de que su presencia en ese oscuro vehículo me haga sentir seguro. El notaría eso.
La radio anunciaba que la Agrupación Marilyn sería la generadora de las cadencias que miles de oídos poco exigentes de algún galpón del Oeste del Conurbano devenido en bailanta elegirían para ahogarse en baldes de cerveza ese próximo sábado. Nosotros circulábamos a la altura de la calle Defensa y cada esquina era una trinchera elegida por 3 o 4 pibes que, como soldados, aguardan pacientes noche a noche ese bocado de despecho que los acerquen al pan o al par de zapatillas; o bien, la muerte instantánea por la certeza de un cana borracho y aburrido.
El ocasional dueño de mi destino no cumplía los requisitos para llamarlo ‘tachero’. Hablaba poco –lo cual me intimidaba aún más-, era joven y usaba musculosa. Es insólito lo que sucede cuando un chofer de taxi no nos ofrece esa imagen estereotipada que estamos acostumbrados a tratar. Incluso muchos de ellos no deben darse cuenta que su habitual discurso de intolerancia, misoginia, y discriminación no asusta a nadie. Sería mucho más efectivo que cerraran la boca, como hasta ahora lo hacía mi chofer.
Un falso imitador del Bahiano (inesperada influencia para que alguien inicie una carrera musical) gritaba como un oligofrénico en la radio letras que recurrían fácilmente al amor, la cerveza, los ‘chetos’ y la violencia. Todo juntito en la misma estrofa. Nosotros atravesábamos Constitución.
En ese lugar sucede algo parecido al histrionismo de los tacheros. La imagen nocturna de la Plaza Constitución es aterradora cuando su fauna está presente pero lo es mucho más en la oscura desolación que imponen sus inertes árboles. Ahí, todo es muerte. Muerto para siempre el césped, muertos sus comercios, muertos sus carteles y toda relación social que no sea la de un individuo pretendiendo algo de otro individuo. En el mayor de los casos, dinero. Para lograrlo puede mediar una simple amenaza, un arma, dinero o alguna droga, cosas que también se consiguen aquí.
La cumbia, la plaza y mi chofer me insinuaban con un grito mudo que yo no tenía nada que hacer allí, que ese no era mi hábitat y hasta me obligaban sin hacerlo a someterme en forma voluntaria a lo que quisieran hacerme. Los billetes que llevaba en mi billetera se transformaron en papel que no me servirían siquiera para detener una posible hemorragia. Mi ropa se desgarraría sola y la virginidad de mi trasero se volvió inoportuna ante tanto abuso inminente. Dejé de escribir en la penumbra de la cabina de metal y pensé en el poder. Pensé en la irreverencia filosófica que significa afirmar que el poder no se posee sino que se ejerce. La persona que cubría con sus manos el volante podría imponer un incompatible absolutismo sobre mi humanidad y, para ello, sólo le bastaría un reducido reino comprendido por su auto, su cumbia y un tanque lleno.
Pero no es fácil ponerse ese traje. Llegando a la Avenida Entre Ríos, cambió el dial de su estéreo. Las modulaciones exageradas y las líricas marginales habían cansado a mi rey, quien ahora se había convertido al romanticismo. Los boleros me dieron seguridad. Por lo menos ahora había alguna chance de que perdiera esa valiosa virginidad en un contexto un tanto más cariñoso.... Aunque sólo perdí 7 pesos y algunas monedas.
Con el mío no hablaban. Comencé a prestar atención a lo que decía esa voz que nunca iba a conocer. Hace poco pensé que una buena estrategia para robar en un taxi sería grabar un casete con una voz que ofrezca viajes para engañar a los pasajeros. Sin embargo, éste hacía bromas. Desafiaba con adivinanzas, chistes escénicos (del estilo ‘primer acto…’), una tanda de humor picarezco y el volumen fue reducido por mi conductor cuando entrábamos en la tanda del humor negro. Una pena.
Mi viaje era una “L” perfecta: de Garay y Azopardo, en lo que alguna vez las inmobiliarias podrán llamar ‘Puerto Madero II’, hasta Salguero y Lavalle, en el cada vez menos arrabalero Almagro, bajando por Columbres. Imposible equivocarse, imposible desviarse, imposible dormirse. Sólo mi estúpida pretensión de bajarme en la puerta de mi casa rompía esa armonía semiótica.
Mi chofer representaba la única garantía de seguridad y con sólo ver por mi ventanilla sentía la necesidad de que su presencia en ese oscuro vehículo me haga sentir seguro. El notaría eso.
La radio anunciaba que la Agrupación Marilyn sería la generadora de las cadencias que miles de oídos poco exigentes de algún galpón del Oeste del Conurbano devenido en bailanta elegirían para ahogarse en baldes de cerveza ese próximo sábado. Nosotros circulábamos a la altura de la calle Defensa y cada esquina era una trinchera elegida por 3 o 4 pibes que, como soldados, aguardan pacientes noche a noche ese bocado de despecho que los acerquen al pan o al par de zapatillas; o bien, la muerte instantánea por la certeza de un cana borracho y aburrido.
El ocasional dueño de mi destino no cumplía los requisitos para llamarlo ‘tachero’. Hablaba poco –lo cual me intimidaba aún más-, era joven y usaba musculosa. Es insólito lo que sucede cuando un chofer de taxi no nos ofrece esa imagen estereotipada que estamos acostumbrados a tratar. Incluso muchos de ellos no deben darse cuenta que su habitual discurso de intolerancia, misoginia, y discriminación no asusta a nadie. Sería mucho más efectivo que cerraran la boca, como hasta ahora lo hacía mi chofer.
Un falso imitador del Bahiano (inesperada influencia para que alguien inicie una carrera musical) gritaba como un oligofrénico en la radio letras que recurrían fácilmente al amor, la cerveza, los ‘chetos’ y la violencia. Todo juntito en la misma estrofa. Nosotros atravesábamos Constitución.
En ese lugar sucede algo parecido al histrionismo de los tacheros. La imagen nocturna de la Plaza Constitución es aterradora cuando su fauna está presente pero lo es mucho más en la oscura desolación que imponen sus inertes árboles. Ahí, todo es muerte. Muerto para siempre el césped, muertos sus comercios, muertos sus carteles y toda relación social que no sea la de un individuo pretendiendo algo de otro individuo. En el mayor de los casos, dinero. Para lograrlo puede mediar una simple amenaza, un arma, dinero o alguna droga, cosas que también se consiguen aquí.
La cumbia, la plaza y mi chofer me insinuaban con un grito mudo que yo no tenía nada que hacer allí, que ese no era mi hábitat y hasta me obligaban sin hacerlo a someterme en forma voluntaria a lo que quisieran hacerme. Los billetes que llevaba en mi billetera se transformaron en papel que no me servirían siquiera para detener una posible hemorragia. Mi ropa se desgarraría sola y la virginidad de mi trasero se volvió inoportuna ante tanto abuso inminente. Dejé de escribir en la penumbra de la cabina de metal y pensé en el poder. Pensé en la irreverencia filosófica que significa afirmar que el poder no se posee sino que se ejerce. La persona que cubría con sus manos el volante podría imponer un incompatible absolutismo sobre mi humanidad y, para ello, sólo le bastaría un reducido reino comprendido por su auto, su cumbia y un tanque lleno.
Pero no es fácil ponerse ese traje. Llegando a la Avenida Entre Ríos, cambió el dial de su estéreo. Las modulaciones exageradas y las líricas marginales habían cansado a mi rey, quien ahora se había convertido al romanticismo. Los boleros me dieron seguridad. Por lo menos ahora había alguna chance de que perdiera esa valiosa virginidad en un contexto un tanto más cariñoso.... Aunque sólo perdí 7 pesos y algunas monedas.
R.