Una multitud de gente presenció, presencia y presenciará –hasta el próximo domingo- el “Festival de Jazz y otras músicas” (sic) organizado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires… y entre ellos, también fui yo.
Antes de comenzar con la crónica, una aclaración: es cierto, no soy integrante de ese sofisticado y selecto público que suele concurrir a conciertos de Jazz como tampoco lo soy de casi ninguna subcultura. Pero eso me da la autoridad (in)suficiente para sorprenderme cuando noto que cualquier manifestación artística, política o sexual tiene sus “clásicos aficionados” e, incluso, en muchas oportunidades los integrantes de ese selecto grupo se conoce entre sí conformando un grupo social que hasta a veces excede los límites de pertenencia social… sobre todo en el tercer caso.
Pero ahí estaba yo, llegué casi de casualidad al recinto en cuestión y el orden de importancia que le asigné a las primeras tres actividades que hice al ingresar definen mi condición (mal llamada) cultural: oriné, me compré una cerveza y me dispuse a escuchar la banda que ocasionalmente soportaba, sin saberlo, mi presencia entre el aforo, aunque mi incursión en el Jazz sufriría algunas interrupciones.
Luego de sentir irrefrenables deseos de querer saber tocar todos y cada uno de los instrumentos que sonaban arriba de ese anhelado escenario, pinché mi viñeta redondeada y me di cuenta que esa música que usualmente uso para estudiar me gustaba aún más.
¿Qué debe hacer un muchacho capitalista entonces? Ir a comprarse un disco. Busqué entonces uno que articulara la mayoría de las variantes culturales que me gustasen como si la calidad artística se tratara de una cuestión cuantitativa.
Se sucedieron, entonces, los nombres, apellidos, apodos, letristas y hasta productoras, como si la calidad artística se tratara de una cuestión cuantitativa. (No. No es un error de tipeo).
Y de repente, lo encontré: terminé comprando a un precio mayor al de los discos de cumbia y menor al del de los grupos de Rock (tal cual lo pensé en ese pequeño segundo de conciencia que tenemos antes de comprar algo) un excelente dúo que reproduce en Jazz y Blues líricas de Oliverio Girondo.
Oriné nuevamente y me senté en un lugar de privilegio (5ta. fila) para gozar de la Antigua Jazz Band a la cual no había escuchado nunca pero que parecía muy convocante dada la cantidad de gente que se encontraba parada.
Los primeros cuatro temas fueron un verdadero combate entre el furioso viento que producían 3 saxo tenor, un barítono y tres trompetas, cuando intentan mover onduleantes cuerdas de una guitarra, un ukulele y un contrabajo para terminar estallando contra el duro roble del piano; todo eso a un intenso ritmo proporcionado por la batería.
Todo marchaba sobre rieles -escribir la crónica empezaba a convertirse en algo posible y tomaba forma- hasta que la templada temperatura de la cerveza y el burbujeante incesante del alcohol hizo su clásico efecto químico; me moría de ganas de orinar y mi ubicación era perfecta: un abrigo de pieles acariciaba mi cara, un obeso me ofrecía una agradable temperatura corporal y enfrente mío tres nucas perfectamente “coiffeurizadas” enmarcaban el escenario conformando un cuadro surrealista que, de momento, podía perder.
Con el correr de la resistencia, mi vejiga se hinchaba con cada acorde y el dolor en mi bajo vientre era más intenso que un compás. Ya era imposible pensar.
Con pesar, corrí por tercera vez al baño y dejé librado a la bravura del más peligroso de los espectadores la mejor silla de plástico del lugar.
Volví del baño químico y acudí a mi antiguo asiento con la inocencia que caracteriza a mi -recientemente aparecida en la historia- generación. La situación era la esperada: una gorda pintarrajeada ocupaba en forma burda y detestable mi confortable silla e, incluso, llegó a lanzarme una mirada socarrona cuando advirtió que pretendía sentarme.
La situación era deprimente pero supe sobreponerme rápido gracias a un pensamiento optimista que invadió mi mente: La cerveza supo sacarme cosas más valiosas que una silla.
Luego de unas cuantas piezas de Duke Ellington resolví sentarme en el piso, en el espacio que quedaba entre las filas de sillas. Ese sí era un lugar más “rockero” para ver un recital… perdón, un concierto.
Luego de unos minutos, y cuando la “AJB” completaba un show magnífico aunque con algunos problemas de sonido bastante pronunciados, ya había llenado mi espíritu por lo que decidí mi retiro del lugar, motivado por algunas responsabilidades que me requerían en casa y porqué antes de tomarme el colectivo debía hacer una parada estratégica e impostergable: el baño químico.
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2 comentarios:
Me gustó la idea de tu blog: por el Sr. Thompson y además te sale el estilo.
Este mes salió una nota en la Rolling Stone sobre este tipo, quizás te interese (o quizás la escribiste vos!). Saludos.
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lolikneri havaqatsu
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